Heksa II


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2 de marzo de 2020

Madrid

Debería estar durmiendo a esas horas, pero no era capaz. Normalmente no tenía problemas para hacerlo, pero esa no era una noche normal. Era la vigilia de su operación. Tampoco es que se tratase de una intervención importante, ni que tuviera miedo de que algo saliera mal. El problema es que se sentía estúpida, culpable e inútil.

Lætitia quiso empezar el año de una forma especial, porque tenía que ser un año especial para ella. Era la novena vez que vivía un año bisiesto, si se incluía aquél en el que nació, el año de los juegos olímpicos de Seúl. Y ella tenía una relación especial con el número nueve. Cuando cumplió nueve años su padre le regaló un telescopio de montura ecuatorial, que habría resultado excesivo para una niña de su edad, si su padre no hubiera sido el fanático de la astronomía que era.

No pudo conocer a su madre, porque se le apagó la luz durante el parto, ni tampoco a su hermana gemela que siguió el mismo camino. Raffaele, su padre, decidió llamarla como el asteroide treinta y nueve, porque en ese mismo día leyó en el periódico, que se había confirmado mediante observación que podría tratarse de un sistema binario de asteroides y en todo caso, sin ninguna duda, se trataba de un objeto complejo.

La genética es caprichosa. Lætitia heredó el pelo negro y sedoso de Raffaele con los ojos azules profundos de su madre, mientras que su hermana Leda, dos años mayor que ella, se quedó con la larga melena rubia de su madre y los ojos negros de Raffaele. Pero las diferencias no quedaban ahí. Una era bajita y redondeada, la otra más bien alta y delgada. Nadie que no las conociera hubiera dicho que eran familia.

El caso es que Lætitia decidió empezar su año especial en la habitación número nueve del hotel Comploj, en Selva di Val Gardena, para disfrutar de nueve días de esquí alpino celebrando sus primeros nueves meses de relación con Coco. Las cosas iban en serio.

—Pues no hace tanto frío como esperaba —sonrió Lætitia.

—Será para ti, porque yo estoy tiritando.

—No te preocupes, que en cuanto empecemos a bajar se te va a olvidar.

—Eso espero. Me tendría que haber tomado otro café, ¿quieres protector labial?

—Sí, por favor —Lætitia cogió el bote besando a Coco.

Apenas media hora después, Lætitia se arrepentía de no haber haber estirado los músculos como siempre hacía antes de esquiar. Como le habían enseñado para estar preparada, para no hacerse daño. Y se lo hizo. Tan pronto como se cayó, se levantó cubierta de nieve como un resorte, porque el primer golpe se lo había llevado en la dignidad. Pero en cuanto hubo recuperado esta, se llevó la otra mano al pulgar izquierdo. Con el guante no se apreciaba nada, pero ella notaba la presencia de un dolor desconocido.

—¿Estás bien? —preguntó Coco llegando a su altura con cara de preocupación.

—Sí, sí. No ha sido nada, solo el golpe —replicó Lætitia abriendo la cremallera del guante.

—A ver. Deja que mire. ¿Te duele?

—Un poco.

—¿Dónde?

—Aquí, en la base del dedo gordo.

—Sí. Parece que está un poco hinchado —Coco palpaba ambos pulgares comparando uno con el otro—. ¿Quieres que volvamos a la habitación?

—No es necesario. Voy a ponerme hielo.

—¿Estás segura?

Lætitia sonrió tranquilizadoramente a Coco mientras decía:

—Segura. Luego te cuento, tú disfruta de la nieve.

Y tanto que la disfrutó. Durante los restantes ocho días, Lætitia se quedó en la habitación aplicándose anti-inflamatorio en un dedo que cada vez estaba más hinchado y tenía menos fuerza. Mientras tanto, Coco preguntaba cada mañana con la boca pequeña si quería que se quedara a hacerle compañía. Lætitia siempre le respondía que, ya que habían hecho el viaje, era un pena perder ambos forfait y esperaba que Coco respondiera algún día:

—Eso no es lo importante, hoy me quedo contigo.

Pero Coco nunca lo dijo. Como mucho, juntaba las palmas de las manos a modo de súplica, para manifestar su agradecimiento.

Cuando estuvieron de vuelta, Lætitia necesitó un mes para entender que no quería seguir viendo a Coco y otro mes más para descubrir que tenía una lesión de Stener comúnmente conocida como pulgar del esquiador. En palabras sencillas, tenía un ligamento roto y había que intervenir quirúrgicamente para implantar otro. El cirujano creyó resultar tranquilizador diciendo, entre otras cosas, que se trataba de “bricolaje sencillo” y que “afortunadamente ha sido en la mano izquierda”.

Así que, ahora, Lætitia se sentía estúpida y culpable; por no haber estirado como siempre antes de esquiar y por no haberse dado cuenta a tiempo de que Coco no era la persona que ella creía que era. Pero sobre todo se sentía inútil, porque era zurda.

1985.01.11

-0x1.d59e4e0993dc7p+402 tics

La alarma de proximidad le sacó de su largo sueño. Mientras la cápsula vaciaba los restos de gases inertes, escarcha y cualesquiera que pudieran ser los residuos orgánicos que hubiera generado, aprovechó para centrarse y recomponerse; despertarse del estado de suspensión a baja temperatura siempre era ligeramente traumático. Aunque para Aage habían sido tantas veces ya, que la rutina le recordaba un poco a la resaca tras una noche de consumo de todo tipo de sensaciones.

Los medidores de actividad de la cápsula fueron menguando y, conforme sintió que se alcanzaban los niveles de seguridad adecuados, fue desconectando los distintos tubos y cables que rodeaban su cuerpo. Cuando notó que se había completado el proceso completo se agarró a los bordes de la cápsula y salió de ella de un ágil salto.

«¡Sigo en forma!», pensó con cierto humor.

Fue directamente hacia el soporte donde se encontraba la ropa profesional y seleccionó cuidadosamente las piezas que notó convenientes para la primera hora, la etapa de interiorización: era un convencido de la tradición y seguía rutinas que, para algunos, eran caducas y obsoletas. Para otros eran una forma espiritual de vivir. Para Aage era, simplemente, una forma de organizarse demostrando respeto a su cultura.

Una vez vestido, se aisló del entorno concentrado en su yo interior —de ahí que la primera hora se llamara interiorización—, y dispuesto, se encaminó a la bahía con intención de poner en marcha todas las actividades de contención y soporte. Bastante tedioso, sin impacto, pero necesario para mantener en funcionamiento el Arca. Esa era su misión principal.

Cuando llegó a la bahía, los indicadores le confirmaron con precisión volumétrica, que se acercaban a la órbita del tercer planeta. Ya lo conocía, había estado en él: era una de las fuentes de líquido en el sistema. Realmente, la más sencilla de explotar. No acudían rutinariamente por la distancia; contaban con órbitas más cercanas y menos costosas en otros cuerpos celestes, aunque las condiciones de estos, requerían de una inversión en métodos de extracción más agresivos.

«Debemos balancear…», reflexionó Aage, atento a los cambios de forma de los sensores.

«Es una buena oportunidad para obtener aquaciones sin un proceso tortuoso y opresivo… espero que esta vez estemos preparados».

Recordaba con disgusto su última visita. Un descenso con su camarada Håkon que supuestamente iba a ser tan fácil como llegar, sensorizar, acceder a los recursos y regresar. Todo se había complicado, por una parte por la fauna local: se habían puesto agresivos y, pese a la orden ejecutiva de no intervención con los nativos, tuvieron que responder y eliminaron a algunos de aquello bípedos primitivos. Fue un hecho lamentable.

Pero no el más grave.

Lo peor llegó al descender. Lo primero que notaron, con sensorización perfecta, fue la hostilidad de aquel planeta. En pocos tics empezaron a recibir dardos que microsintió cómo intentaban cruzar su envoltorio. Él no se vió afectado, pero Håkon comenzó a sentirse enfermo y tuvo que devolverlo a la lanzadera. No podía cuidarle: conseguir las cantidades de líquido era prioritario. Si no lo llevaban al Arca, ya nada más importaría. Todo fue bien, afortunadamente. Consiguió la cantidad necesaria —incluso más, porque una de las bombas estaba mal calibrada— y pudo centrarse en su camarada. Los sistemas de contingencia de la lanzadera lo habían embalsamado con distintos antialérgenos, y un tubo alimentador con un coctel de mejora de defensas colgaba de su brazo derecho. Håkon sonrió y dijo:

—Shite, Aage, el planeta tiene malas intenciones…

—Y tanto —dibujó su humor a lo largo de las extremidades—. ¿La nave ha descubierto qué era?

—Aparentemente compuestos simples basados en carbono —respondió con aspecto encogido desde la camilla—. Análisis superficial solamente. Parece que nuestra genética tiene cierta compatibilidad con los nativos. Podría haberme matado…

—¿Algo tan pequeño, a un superpalpador como tú? Qué triste, Håkon, para lo que has quedado —esperaba que bromear ocultara su tensión. Le estaba costando un duro esfuerzo mantener su envoltorio sin esquinas.

—Creo que en la memoria del Arca se hablaba de algo como esto —su aspecto cada vez era más rugoso y reducido, claramente no estaba completamente recuperado con los geles. No había picos, pero su forma era altamente imperfecta y granular.

—Lo miraremos. Tenemos que regresar ya. Hemos completado la misión.

—Menos mal…

De eso hacía unas cuantas revoluciones de Arca. Demasiadas. Y le tocaba descender a aquel lugar peligroso una vez más.

Dado que era el único en la bahía y en muchos sekstens, asumió que era el único activado o, en todo caso, el resto se encontraban en el puente de mando, lo que sería extraño. Luego lo sensorizaría para confirmar.

En todo caso no podía descender en solitario. El protocolo era muy claro, debían ser mínimo una potencia y máximo cuatro. Es decir, entre dos y un equipo Graso con sus dieciséis integrantes. Dada la precariedad del Arca, era dudoso que arriesgaran con más de dos. Pero en solitario, una vez más, no podía descender.

Se preocuparía más tarde, ahora le tocaba realizar los cálculos de aproximación orbital. Era gracioso que, siendo uno de los heksacampeones en cálculo, todavía siguiera usando los dedos para contar; en ocasiones era mucho más rápido computar con los dedos que tener que invocar las fórmulas en el sistema del Arca.

Extendió los filamentos de su cabeza, enfriándola ligeramente, y se preparó para pasar unos largos tics computando rotaciones y movimientos inerciales. Nada que un Dieciséis no pudiera computar con el contacto adecuado.